Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura (FAO), los aumentos de la producción de cultivos provienen de tres fuentes principales: la expansión de la superficie de labranza, la cual abarca el quince por ciento del total del acrecimiento; la ampliación de la intensidad de los arados (la frecuencia a la que se cosechan los cultivos de una zona determinada) que ocupa el siete por ciento; y finalmente, las mejoras de rendimiento con un 78 por ciento, convirtiéndose en el factor más importante entre los años 1961 y 1999.
Las mejoras de rendimiento no sólo han sido el elemento más importante en el ascenso de ganancias en naciones con alto progreso, sino que de igual forma apoyan a países en vías de desarrollo, donde han constituido el 70 por ciento de la extensión de su producción. Sin embargo, en espacios con más abundancia de tierras, la expansión de la superficie ha contribuido en gran medida; por ejemplo, en América Latina ha alcanzado un 46 por ciento.
Las proyecciones actuales sugieren que estas tendencias globales para los países en pleno avance se mantengan al menos hasta el año 2030: asimismo, se espera que la expansión de la tierra figure el 20 por ciento del aumento de la producción, las mejoras de rendimiento el 70 por ciento aproximadamente; y el resto sea resultado de una mayor intensidad de cultivos. En el África subsahariana y en América Latina, la expansión del latifundio seguirá siendo importante, pero es probable que sea superada cada vez más por la mejora de rendimientos.
En conclusión a lo anterior, lo ideal sería preguntarnos: ¿Qué tanta superficie cultivable tenemos?, ¿Con qué frecuencia estamos cosechando?, ¿El clima nos está permitiendo hacer las cosechas en tiempo y forma?, ¿Realmente estamos teniendo más rendimiento de nuestros cultivos?, ¿Alcanza la producción mexicana para ser autosustentables? Y consecutivamente a ello generar óptimas opciones en respuesta a estas disyuntivas que permitan el progreso del sector agrícola.